Hay edificios que no se derrumban: se disuelven lentamente, como los recuerdos, hasta volverse parte del aire que los rodeó. Así fue el destino del Chalet de la Playa, aquella casa solariega que durante casi un siglo dominó el horizonte costero de La Serena, entre el rumor del mar y el brillo del tranvía, símbolo de una época en que el progreso tenía aroma a sal y perfume de damas con sombrilla.
Su historia comenzó hacia 1887, cuando un grupo de notables serenenses, José Ramón Astaburuaga, descendiente de los fundadores del puerto; Eulogio Vicuña, comerciante y político; y Pacomio Bunster, empresario vinculado a las minas de nuestro norte, decidió levantar un refugio de verano junto al mar. La obra estuvo a cargo del ingeniero Holger Birkedal, un danés avecindado en Chile que ya había dejado huella con el diseño del Ferrocarril Urbano de La Serena, aquel romántico “tranvía de sangre” tirado por caballos que unía el centro con la playa.
Birkedal, formado en Europa, soñaba con introducir el gusto arquitectónico del Viejo Continente en las arenas del desierto costero. Y lo consiguió. El chalet, construido con maderas importadas desde Estados Unidos, se alzaba con un aire victoriano de balcones neoclásicos, ventanas altas y delicados detalles ornamentales. En su interior, muebles de roble tallado, lámparas francesas y cortinajes de seda inglesa completaban una escena que parecía extraída de otra latitud.
Durante las tardes del cambio de siglo, el sonido de las ruedas del tranvía se confundía con el murmullo del oleaje. Las familias acomodadas descendían al balneario para pasear entre los jardines y las palmeras que rodeaban el chalet, mientras las damas de guantes blancos y los caballeros de levita se saludaban ceremoniosamente bajo el sol del poniente.
El esplendor y la vida elegante
Con el paso de las décadas, el chalet se transformó en el epicentro de
la vida social serenense. En los años veinte y treinta, cuando la ciudad
respiraba un aire de aristocracia provinciana, sus salones fueron testigos de
banquetes, tertulias y bailes patrios. Allí se reunía la alta sociedad para
celebrar las Pampillas de septiembre, y el eco de la música se extendía
hasta los médanos, donde el mar aplaudía discretamente cada melodía.
Bajo la administración de Don David , el chalet vivió su
época más brillante, entre los años 1930 y 1940. En su costado poniente
se instaló una gran pista al aire libre, iluminada por faroles, donde parejas
danzantes giraban al ritmo de boleros y tangos. Desde las ventanillas traseras
de los automóviles, muchos niños —entre ellos el autor de aquellas líneas
nostálgicas que hoy sobreviven en las crónicas— miraban fascinados aquel
espectáculo de luces y vestidos que se mecían con el viento marino.
Para facilitar la llegada de los asistentes, una destartalada micro,
cariñosamente apodada “La Coacleca”, partía desde la esquina de Avenida
Aguirre con Balmaceda y trasladaba a los visitantes hasta el chalet. Su
recorrido se repetía, puntual, desde el mediodía hasta la madrugada, cuando los
últimos bailarines regresaban exhaustos y felices. La Coacleca, oxidada por la
sal y vencida por los años, terminaría abandonada junto al edificio, convertida
en símbolo del ocaso de una era.
De quinta de recreo a restaurante y leyenda
Tras la desaparición de los tranvías en 1910, el chalet se había convertido en una “quinta de recreo”, refugio estival de la burguesía serenense. Más tarde, a mediados de los años cincuenta, la propiedad fue adquirida por doña Evangelina, quien quiso devolverle su antiguo esplendor transformándolo en el elegante restaurante “El Neptuno”. Bajo ese nombre, el lugar revivió brevemente su pasado glorioso: cenas con música en vivo, veladas bajo las estrellas y copas levantadas frente al rumor del mar.
Pero el encanto duró poco. La humedad, la sal y el abandono hicieron su
trabajo. Los ventanales se astillaron, los pisos comenzaron a ceder y las risas
se apagaron una a una. El Neptuno cerró sus puertas, y el viejo chalet, que
alguna vez fuera orgullo de una ciudad entera, terminó convertido en hotel de paso, albergue fugaz de amores clandestinos y bohemias de madrugada.
El fin de una era
A fines de la década de 1980, el destino alcanzó al chalet.
Desgastado, sin declaratoria patrimonial ni defensores oficiales, fue demolido
en silencio. Sin ceremonias ni homenajes, la maquinaria del progreso borró de
la costa serenense uno de sus íconos más entrañables. En su lugar, solo quedó
el rumor del viento y la certeza de una pérdida irreparable.
Hoy, su imagen sobrevive en fotografías sepia y en la memoria de los
antiguos vecinos. Quienes alcanzaron a verlo lo recuerdan como un faro de
elegancia, un símbolo de los días en que La Serena se miraba al espejo del mar
y se reconocía hermosa.
Dicen los viejos serenenses que, en las tardes de bruma, todavía se
escucha una música lejana en el borde costero, como si una orquesta invisible
siguiera tocando bajo las estrellas. Quizás sea el alma del Chalet de la
Playa, que no se resigna a desaparecer del todo, y sigue bailando entre la
espuma y el viento, donde alguna vez se inventó el glamour del norte semiárido.
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