En el corazón de la Plaza España de La Serena, entre palmeras
centenarias y avenidas trazadas con precisión geométrica, se alza una fuente
que guarda en su piedra el eco de dos mundos. Su origen no está en los talleres
locales ni en la cantera del norte chico, sino en los paseos barrocos de Madrid
del siglo XVIII. Es la llamada Fuente de las Delicias, una obra de Francisco
Gutiérrez Arribas, el mismo escultor que modeló la majestuosa diosa
Cibeles.
Tallada hacia 1760, esta fuente clasicista —con mascarones,
veneras invertidas y surtidores que parecen respirar historia— formó parte de
las fuentes ornamentales del Paseo de las Delicias, una de las avenidas
ilustradas del Madrid borbónico, concebidas para embellecer la ciudad e
incorporar el agua como símbolo de prosperidad y civilización.
Más de dos siglos después, esa misma piedra cruzaría el Atlántico para
convertirse en emblema urbano de una ciudad lejana: La Serena, que en 1952
vivía su propia metamorfosis cultural bajo la visión modernizadora del
presidente Gabriel González Videla.
El Plan Serena: una utopía urbana chilena con espíritu mediterráneo
El Plan Serena fue, más que un proyecto de obras públicas, una reinvención
estética y simbólica de la ciudad. Impulsado entre 1948 y 1952, buscó
reconciliar el progreso con la memoria, el hormigón con la piedra, el presente
con la historia. Fue el intento más ambicioso del siglo XX por dotar a La
Serena de una identidad arquitectónica coherente y de un relato visual que la
distinguiera del resto del país.
González Videla —nacido en esas mismas calles— soñó con convertirla en una ciudad modelo: “una urbe donde el pasado colonial dialogara con la modernidad republicana”. Para lograrlo, se rodeó de urbanistas, escultores, arquitectos y diplomáticos que tejieron una red de gestos culturales y obras monumentales: el Faro Monumental, las portadas de acceso, los jardines hispano-árabes, las esculturas en bronce y piedra, y, entre ellas, la fuente madrileña. En este contexto, su incorporación no fue un hecho casual: fue una experiencia pionera de importación patrimonial, un acto de diplomacia estética en que una obra europea del siglo XVIII fue trasladada a Chile no solo como regalo, sino como símbolo tangible de hermandad transatlántica y sofisticación urbana.
La donación de la fuente fue oficializada en 1952 por el Ayuntamiento de Madrid, durante la alcaldía del Conde de Mayalde (José Finat y Escrivá de Romaní), en coordinación con el gobierno chileno y la municipalidad serenense, entonces encabezada por Ernesto Aguirre Valín.
La fuente, desmontada piedra por piedra, viajó en barco desde España y fue
recibida con honores en el puerto de Coquimbo. Posteriormente, fue instalada en
la recién configurada Plaza España, en un acto que simbolizaba no solo
la amistad entre dos ciudades, sino la aspiración de una nueva estética
urbana internacionalista.
El traslado se enmarcó en las celebraciones del cuarto centenario de
la fundación de La Serena y en la conmemoración del natalicio de
Francisco de Aguirre, cuyo monumento fue ubicado junto a la fuente. Ambos
hitos —la estatua y el surtidor— fueron pensados como ejes visuales de una
plaza que debía representar la “puerta sur de la ciudad”, la antesala
simbólica de una urbe moderna, culta y abierta al mundo.
El arte del agua como discurso de civilización
La fuente, con sus tres copas escalonadas y su fuste de piedra caliza, representa el ideal barroco de movimiento y equilibrio, un arte donde el agua se convierte en lenguaje visual. El escultor Francisco Gutiérrez Arribas, activo en la corte de Carlos III, concebía las fuentes no como simples objetos ornamentales, sino como metáforas del tiempo, del fluir constante de la historia. En La Serena, ese sentido adquirió un nuevo matiz: el agua madrileña se transformó en memoria serenense, en testimonio material del vínculo entre dos orillas del Atlántico.
Su contraparte, la fuente gemela conservada en el Parque Eva
Duarte de Perón de Madrid, permite hoy reconstruir la genealogía artística
de la pieza serenense y comprenderla como parte de una tradición escultórica
mayor: la del paisaje hidráulico ilustrado, donde el agua era símbolo de
civilización, limpieza y belleza pública.
La llegada de la fuente a La Serena no fue solo un intercambio
diplomático: fue un gesto de transferencia cultural consciente, un
ejercicio temprano de lo que hoy denominaríamos importación patrimonial. Bajo la dirección de González Videla, el Plan Serena incorporó monumentos,
esculturas y mobiliario urbano europeo con el objetivo de crear una
identidad urbana culta, cosmopolita y monumental. No se trataba de copiar
modelos foráneos, sino de dialogar con ellos: dotar a la ciudad de un
relato visual que mezclara lo colonial, lo europeo y lo serenense.
Como bien apunta el historiador y colaborador de www.planserena.cl Raúl Campos Vega,
la fuente madrileña “no fue solo una donación, sino una declaración de
principios: un objeto de arte que consolidó a La Serena como capital
patrimonial del norte chileno”.
Epílogo: la ciudad soñada
En un tiempo en que el patrimonio suele entenderse como ruina o
nostalgia, la fuente madrileña de La Serena invita a otra lectura: la de una ciudad
que se construye con memoria y ambición estética.
González Videla imaginó a La Serena como un lugar donde el arte europeo, la
tradición colonial y la modernidad chilena pudieran encontrarse en una misma
plaza.
Hoy, más de siete décadas después, esa visión se confirma: la fuente no es solo
un vestigio de piedra, sino un símbolo de la voluntad de embellecer y
dignificar el espacio público; un gesto de civilización que, como el agua
que fluye entre sus mascarones, sigue recordando que el patrimonio, cuando se
importa con sentido, puede transformarse en identidad propia.
por Juan Culpillo "El Zorro Viejo"
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