Lugares Patrimoniales de La Serena

viernes, 28 de noviembre de 2025

Escuela de Diaguitas busca recuperar los restos del antiguo sanatorio Elquino


Quien sube hoy la escalera de hormigón que conduce a la Escuela Juan Torres Martínez difícilmente podría imaginar que cada peldaño fue, hace cien años, la antesala del silencio, la cura y la esperanza. Esos escalones, que hoy pisan estudiantes con mochilas y cuadernos, alguna vez sostuvieron los pasos temblorosos de enfermos de tuberculosis que llegaban buscando aire puro y una oportunidad para seguir viviendo. Hoy, sin embargo, la mayoría de quienes caminan por allí desconoce que bajo sus pies se encuentra el corazón latente de uno de los recintos sanitarios más singulares que existió en el norte de Chile: el Sanatorio Antituberculoso de Diaguitas.

Esta es su historia. Una historia que ha sobrevivido únicamente en los recuerdos de la comunidad, en los testimonios de familias, en archivos dispersos y, ahora, en los esfuerzos recientes por rescatar los últimos vestigios físicos que aún se mantienen en pie. Una historia que une salud, educación, enfermedad, modernidad, trenes, transformaciones rurales y también figuras centrales de la vida política chilena. Una historia que estuvo a punto de desaparecer para siempre, y que hoy lucha por recuperar su lugar en la memoria del valle.


El nacimiento de un sanatorio en el valle de la luz


A comienzos del siglo XX, cuando la tuberculosis, el “mal del siglo”, arrebataba vidas sin distinción de clase ni ciudad, Chile intentó replicar el modelo sanitario europeo de la “cura sanatorial”. En un país sin antibióticos, sin tratamientos farmacológicos eficaces y con sistemas hospitalarios sobrecargados, la medicina higienista proponía una solución: llevar al enfermo a lugares de clima saludable, con aire puro, sol, reposo y un entorno natural que ayudara al cuerpo a resistir.


Fue en ese contexto que la Junta de Beneficencia de La Serena decidió construir un sanatorio en el corazón del valle del Elqui, en el pequeño y luminoso pueblo de Diaguitas, un territorio que reunía, como pocos, las condiciones ideales para este tipo de tratamientos: un clima seco, una atmósfera limpia, altura moderada, baja humedad y una luminosidad que parecía venir directamente de la cordillera.


Interior del Sanatorio, imágenes obtenidas gracias a la gestión de Elizabeth "Pinina" Beck

Hacia 1912, los primeros trabajos comenzaron a darle forma a un recinto concebido con los ideales arquitectónicos de la época. Para la década de 1920, el sanatorio ya se alzaba terminado. Eran chalets de madera de estilo higienista, conectados por galerías abiertas; había terrazas orientadas al sol, donde los pacientes tomaban aire y calor para fortalecer sus pulmones; y jardines que se extendían hacia viñas y huertos. La escena combinaba la serenidad del paisaje rural con la promesa de la medicina moderna. Ahí, entre los cerros que abrazan al valle, el sanatorio parecía una casa de reposo perfecta, casi pictórica. Una arquitectura hecha para sanar.


Pero detrás de esa imagen casi idílica, el sanatorio comenzó a enfrentar su mayor obstáculo: la falta de financiamiento. Mantener un recinto sanitario aislado exigía personal médico permanente, insumos, alimentos, calefacción, enfermeras, aseo, administración. La Beneficencia de La Serena carecía de los fondos estables que se requerían.


Informes de la época (citados luego por la Oficina Sanitaria Panamericana) señalaban que Diaguitas era un establecimiento bien concebido, construido con sentido higienista y emplazado en un lugar idóneo, pero completamente frágil en términos económicos. Los recursos nunca alcanzaron para abrirlo a plena capacidad. No había suficientes médicos. No había suficientes enfermeras. No había presupuesto para equipamiento moderno.


Así, lenta y silenciosamente, el sanatorio comenzó a apagarse. No tuvo una ceremonia de cierre. No tuvo un anuncio oficial. Simplemente, dejó de funcionar a finales de los años 20. Sus pabellones quedaron vacíos. Sus terrazas, sin pacientes. Sus jardines, sin caminantes. Una obra hecha para dar vida empezó a ser devorada por el abandono.


Aunque aislado en su funcionamiento, el sanatorio no estaba desconectado del mundo. A pocos minutos pasaba el histórico Tren Elquino, el ramal ferroviario La Serena–Rivadavia, que recorría el valle llevando trabajadores, maestros, agricultores, comerciantes… y también enfermos que buscaban tratamiento.


Escaleras que aun se conservan como acceso al recinto desde un anden donde se detenía el tren elquino. 

Crónicas ferroviarias conservadas en archivos describen viajes hacia “el sanatorio de Diaguitas”, relatando cómo los pasajeros ascendían por un valle que cambiaba de colores según la hora del día: verdes intensos, ocres brillantes, cielos limpios. El tren se detenía en la estación Diaguitas, desde donde los pacientes caminaban o eran trasladados hacia el recinto.


Es fácil imaginar este momento: un enfermo descendiendo del autocarril, mirando las viñas, aspirando el aire seco del valle con la esperanza de que, esta vez, su pecho pudiera respirar sin dolor. El sanatorio no sólo fue un edificio: fue un destino emocional.


Uno de los episodios más significativos y menos conocidos es el que involucra a una de las familias más influyentes de Chile. La tesis de Iván Praetorius (Universidad de Chile, 2005) registra que Miguel Aylwin Gajardo, abogado y juez, padre del posterior Presidente de la República, Patricio Aylwin, sufrió una grave tuberculosis pulmonar. Su tratamiento exigió internación prolongada, reposo absoluto y aire de montaña.


El dato decisivo lo entrega Tomás Aylwin Azócar, en una entrevista realizada el 3 de junio de 2003: Miguel Aylwin se trató específicamente en el Sanatorio de Diaguitas. La familia completa se trasladó hasta el valle para acompañarlo durante su convalecencia. El año era 1923. El pequeño Patricio Aylwin, de apenas cinco años, vivió parte de su infancia en ese pueblo, en ese paisaje, en torno a ese sanatorio.


La historia del recinto, entonces, se entrelaza con la historia política de Chile. Y Diaguitas, silencioso, fue escenario de una fragilidad familiar que marcó a un niño que más tarde marcaría al país.


El renacimiento del recinto: del sanatorio a la escuela


Cuando el sanatorio cerró, su destino parecía incierto. Pero el valle, como tantas veces, transformó el dolor en oportunidad. Lo que el Estado dejó de necesitar en salud, la comunidad lo necesitó en educación.


En 1934, el predio fue reutilizado para fundar la Escuela Granja de Diaguitas, un establecimiento rural que enseñaba lectoescritura, matemáticas, labores agrícolas y formación técnica. Allí donde antes hubo pacientes, ahora había niños. Donde antes hubo silencio, ahora risas. Donde antes hubo reposo, ahora juego.


Las estructuras del sanatorio no fueron demolidas de inmediato. Durante décadas, los chalets originales sirvieron como salas de clases, bodegas, oficinas y casas de profesores. La escalera, diseñada para recibir enfermos, siguió siendo el acceso principal, ahora para estudiantes de zapatos polvorientos y manos manchadas de tiza.


Pocas veces un recinto sanitario ha tenido una segunda vida tan hermosa: se transformó en escuela sin dejar de ser un lugar que cuidaba vidas. La Escuela Granja funcionó durante gran parte del siglo XX y luego dio paso a la actual Escuela Juan Torres Martínez, hoy con un fuerte sello multicultural vinculado a la identidad diaguita.


Con el paso del tiempo, las huellas físicas del sanatorio fueron desvaneciéndose. En los años noventa, los pabellones mayores, ya muy deteriorados y sin protección patrimonial, fueron demolidos para ampliar nuevas instalaciones escolares. La memoria material del sanatorio estuvo a punto de desaparecer.


Fotografías del Sanatorio: Un descubrimiento que ayuda a reconstruir el patrimonio


La memoria del sanatorio pudo haberse perdido por completo de no ser por un hallazgo tan inesperado como decisivo. Fue Pinina Beck, incansable investigadora y guardiana de la memoria local, quien encontró un antiguo álbum fotográfico que contenía imágenes inéditas del Sanatorio de Diaguitas: pacientes tomando sol en las terrazas, médicos de delantal blanco bajo la luz intensa del valle, los chalets higienistas aún nuevos, las galerías abiertas y los jardines que bordeaban el recinto. Ese tesoro visual, conservado en silencio durante décadas, se convirtió en la evidencia más clara y conmovedora de que el sanatorio no era un mito ni un recuerdo borroso, sino un lugar real, con rostros, vidas, historias y arquitectura tangible. Gracias a este descubrimiento, hoy es posible reconstruir con precisión la apariencia del sanatorio, su espíritu, su diseño y su vida cotidiana.


Parte de estas estructuras aun se conservan siendo los últimos vestigios del antiguo sanatorio que resisten en pie. El registro corresponde al álbum fotográfico recuperado por Pinina Beck.

Pero hay algo aún más importante: el hallazgo de Pinina Beck encendió nuevamente la conciencia patrimonial en Diaguitas. La Escuela Juan Torres Martínez, al ver por primera vez las fotografías del lugar donde hoy están sus patios y salas, comprendió la magnitud del legado sobre el que está construida. Desde entonces, con renovada fuerza y convicción, la comunidad escolar ha retomado la idea de recuperar los chalets, proteger la escalera histórica y reivindicar su origen sanatorial, transformando ese álbum fotográfico en el punto de partida de un movimiento genuino para rescatar, finalmente, lo que queda de este fragmento único de la historia del valle del Elqui.


Comunidad escolar de la actual escuela Juan Torres Martínez de Diaguitas.

Pero la historia no terminó ahí. El 24 de noviembre de 2025, El Mercurio publicó un reportaje titulado “Buscan rescatar los últimos vestigios del sanatorio del valle del Elqui”, y la memoria del sanatorio volvió a respirar.


La nota entrevistó a Fresia Flores, profesora de la Escuela Juan Torres Martínez, quien reconoció el deterioro de los chalets y lamentó que ahora “sólo puedan usarse como bodegas”. Aun así, su mensaje fue claro y conmovedor: los chalets son un legado de la historia del pueblo, un patrimonio vivo que no puede desaparecer.


El reportaje, además, señaló que la comunidad escolar sueña con restaurar los chalets, convertirlos en biblioteca, sala multiuso, archivo histórico o espacio cultural. Ese sueño, que durante años existió sólo en conversaciones y en gestos silenciosos, finalmente llegó a los medios nacionales.


Por primera vez, la historia del Sanatorio de Diaguitas dejó de ser un secreto del valle y se convirtió en noticia pública, en un llamado abierto a proteger lo que queda.


Hoy, la posibilidad de recuperar el sanatorio ya no pertenece al reino de lo improbable. La comunidad lo quiere. La prensa lo visibiliza. El lugar lo necesita.


Restaurar esos chalets no sólo implicaría consolidar muros y reparar madera: significaría reconstruir la memoria de un valle. Significaría que los niños de hoy conozcan que su escuela fue, un siglo atrás, un lugar donde se luchaba por respirar. Significaría que Diaguitas honre cada vida que pasó por ese sanatorio, cada familia que esperó, cada enfermo que buscó esperanza en la luz del valle.


El valle del Elqui, con su historia hecha de transparencia y silencio, está frente a un momento decisivo: dejar que los chalets caigan o hacerlos renacer como un espacio que cuente su historia con orgullo.

lunes, 24 de noviembre de 2025

Jaime Galté y la búsqueda del tesoro de Guayacán


La versión moderna de la leyenda del tesoro de los piratas de Guayacán nace con un libro muy concreto: El tesoro de los piratas de Guayacán. Relación verídica, publicado en 1935 por el ingeniero, etnólogo y arqueólogo Ricardo E. Latcham.

Aunque el título se presenta como “relación verídica”, la obra es hoy clasificada como novela: así la describe, por ejemplo, la ficha de Wikipedia, señalando que relata una supuesta investigación sobre vestigios piratas del siglo XVII hallados cerca del puerto de Coquimbo, con pistas que conducirían a un tesoro enterrado en la bahía de Guayacán. El libro se estructura en cuatro partes: descubrimiento de documentos, investigaciones de Latcham, transcripción de esos papeles y un apéndice sobre Francis Drake. Incluye fotografías de cavernas, ruinas de fortaleza, Playa Blanca y Punta de Cicop, y dibujos de glifos que pretenden darle verosimilitud histórica al relato.

Según el análisis de los arqueólogos Francisco Garrido y Carolina Valenzuela, publicado en 2020 en el Boletín del Museo Chileno de Arte Precolombino, Latcham narra una historia “supuestamente real” pero escrita con estilo novelístico, y no existe en los archivos del Museo Nacional de Historia Natural ninguna evidencia documental que respalde los hallazgos que describe.

Ricardo Latcham Cartwright

Aun así, el libro tuvo éxito (ediciones en 1935, 1976 y 2018) y terminó por originar la leyenda moderna del tesoro de Guayacán, mezclando geografía real con personajes como el pirata hebreo Subatol Deul, su compañero Ruhual Dayo y un supuesto hijo de Francis Drake, Enrique Drake, integrados en la imaginaria “Hermandad de la Bandera Negra”.

De acuerdo con la reconstrucción de Garrido y Valenzuela a partir del propio libro de Latcham, la trama se inicia cuando un campesino llamado Manuel Castro encuentra, en la bahía de Guayacán, una plancha de cobre con inscripciones extrañas y dibujos de carabela, cañón y rosa. Más tarde desentierra una vasija con pergaminos, una “virgen de oro”, navajas españolas, una estrella de plomo de seis puntas y una moneda “del tiempo de Pericles”.

Las traducciones que se le atribuyen a un “traductor de Buenos Aires” hablan de un tesoro enterrado por Subatol Deul, pirata hebreo, y Ruhual Dayo, normando o flamenco, que junto a Enrique Drake formarían la Hermandad de la Bandera Negra con base en la bahía de La Herradura y Guayacán. En estos documentos se describe cómo Deul, tras una derrota frente a una escuadra española, habría enterrado un tesoro junto a un complejo sistema de pistas, pergaminos de piel de nutria y placas de cobre distribuidas por la costa.

Portada del libro "El tesoro de los piratas de Guayacán"

El problema es que, al revisar la documentación histórica y administrativa de Latcham, Garrido y Valenzuela no encuentran respaldo para ninguno de estos hallazgos: no hay comisiones oficiales a Guayacán en las fechas que señala el libro (salvo un viaje de 1929 para comprar fósiles), ni registros de los documentos originales. Concluyen que Latcham “puede prescindir completamente de la cultura material para generar una interpretación histórica verosímil, simplemente fabricando las fuentes”. En otras palabras: el tesoro de Guayacán, tal como aparece en el libro, se mueve en un terreno ambiguo entre literatura de aventuras y uso libre de materiales arqueológicos.


Del libro a la vida real: Hugo Zepeda y las búsquedas en la Pampilla

La pista de cómo esta historia salió del papel y entró a la vida de personajes reales está en el prólogo de la edición 2018 de El tesoro de los piratas de Guayacán, escrito por el teólogo y comunicador Hugo Zepeda Coll. Zepeda Coll recuerda que desde niño oyó hablar del tesoro:

 “Mi padre, Hugo Zepeda Barrios, a lo largo de mucho tiempo y hasta su muerte (…) se preocupó en determinar la posible ubicación de este ‘entierro’. Invirtió bastante dinero en seguir derroteros correspondientes a su búsqueda”.

Hugo Zepeda Barrios

En el mismo prólogo precisa que Latcham trabajó en la zona de Coquimbo y La Herradura a comienzos de los años 30, con la colaboración de un baqueano local, Maximiliano Cortés, cuyo nombre habría sido enmascarado en el libro bajo el seudónimo “Manuel Castro”. Zepeda Coll describe también la geografía de la colina sobre la Pampilla, rumbo a La Herradura, como un paisaje “lunar”, intrincado, donde es muy difícil orientarse, lo que ayudaría a entender por qué los supuestos derroteros del tesoro son tan enredados. En el prólogo se menciona que muchos, incluido su padre, pensaban que los piratas relacionados con el tesoro podían ser los hermanos holandeses Simón y Baltazar Cordes, de origen hebreo, y que parte de la tripulación de barcos que llegaron a la zona habría sido efectivamente holandesa.

El mismo prólogo de Zepeda Coll narra, en primera persona, la llegada de Jaime Galté a la historia del tesoro. Zepeda cuenta que, con todos esos antecedentes, su padre invitó a Coquimbo al “abogado de la Contraloría, Jaime Galté, quien además era profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile”. Lo presenta como conocido por sus “extraordinarias condiciones de médium” y sus curaciones a enfermos terminales mediante un médico suizo-alemán del siglo XIX que lo “tomaba” en trance.

Galté se hospedó en la casa de Eduardo Moukarzel y fue invitado a cenar a casa de los Zepeda. Después de la comida, le pidieron entrar en trance para averiguar datos del tesoro. Acordaron llamar a Simón Cordes, uno de los supuestos piratas. Galté entró en trance, Tomó una pluma y escribió una frase en “lengua flamenca (holandesa)”, Cuando volvió en sí, nadie entendía el texto.

Al día siguiente, por encargo de su padre, Hugo Zepeda Coll llevó el papel a la parroquia de San Luis de Coquimbo, atendida por sacerdotes holandeses. Uno de ellos lo leyó y dijo que era una frase que decía:

“Ese dato pregúntenselo a mi hermano Baltazar”.

Esa misma noche, relata Zepeda, volvieron a cenar Galté y Moukarzel. Estaban también la abuela Cristina Barrios (a quien describe como “gran médium”), y los hermanos Patricio y María Isabel.
Tras la comida, decidieron llamar ahora a Baltazar Cordes. Galté entró en trance junto con Moukarzel y la abuela Cristina, La mesa comenzó a estremecerse; cayeron platos, copas y botellas, “como un temblor que afectaba solo el comedor”, Los presentes en vigilia pidieron a Hugo Zepeda Barrios que pusiera fin al trance.

Cuando todo terminó, cuenta el prólogo, Galté le dijo a su padre que él podía curar enfermos, “pero no servía para encontrar tesoros”. Durante años, la familia bromeó con que quizá debieron haber invocado a Baltazar primero y no a Simón.

Hugo Zepeda Coll

Zepeda Coll concluye con una reflexión escéptica: con el tiempo se convencieron de que los hermanos Cordes jamás estuvieron en la zona y que, si el tesoro existió, probablemente fue retirado por quienes lo enterraron. Este testimonio es la principal fuente directa sobre una sesión espiritista concreta de Jaime Galté relacionada con Guayacán.

Con todas las piezas sobre la mesa, y sin inventar nada, se puede decir que: Jaime Galté efectivamente fue llamado a Coquimbo por Hugo Zepeda Barrios para participar en la búsqueda del tesoro, según relata el propio hijo de Zepeda.

Se realizaron sesiones de trance en casa de la familia Zepeda, durante las cuales Galté escribió al menos una frase en holandés atribuida al espíritu de un pirata (Simón Cordes), traducida luego por un sacerdote neerlandés. En una sesión posterior se habría producido un fenómeno colectivo de trance (Galté, Moukarzel y la abuela Cristina) con movimientos de la mesa y caída de vajilla, finalizado a petición de los presentes.

Investigadores actuales, como Fernando Santander, sitúan esas sesiones en el contexto de reuniones más amplias, nocturnas, con radiestesia, donde también participaban Juan Budinic y Zepeda Barrios, y conservan objetos vinculados a Galté. Más allá de eso, no hay documentos publicados por el propio Galté sobre Guayacán, ni registros independientes que confirmen detalles adicionales. La imagen del “médium que intentó hablar con piratas para que le dieran el mapa del tesoro” es una síntesis posterior, construida a partir de estos testimonios y popularizada por notas de prensa, cápsulas audiovisuales y redes sociales.

El tesoro sigue sin aparecer.
La leyenda, en cambio, está hoy más viva y mejor documentada que nunca.

Jaime Galté; el medium que contactó a los náufragos del Itata

Jaime Galté Carré (1903–1965) fue muchas cosas a la vez: abogado, profesor de Derecho Procesal, masón, parapsicólogo, fundador de la Sociedad Chilena de Parapsicología y, sobre todo, el médium más famoso del país según quienes lo conocieron. Su trayectoria lo sitúa en Santiago y Valparaíso, en la Universidad de Chile y en la Contraloría; pero una parte decisiva de su leyenda está anclada en la Región de Coquimbo: el naufragio del vapor Itata, que había zarpado desde Coquimbo y que se hundió a las pocas horas de su zarpe causando la muerte de casi 400 victimas, fue el contexto en el cual Galté realizó una de sus primeros, pero el mas trascendental de sus transes. 

El vapor Itata: el gran naufragio coquimbano

El vapor Itata fue construido en 1873 en los astilleros R & J Evans & Co. de Liverpool. Era un casco de hierro de proa tipo clíper, de 88 metros de eslora y 1.776,5 toneladas de registro. Podía transportar más de 400 pasajeros y gran cantidad de carga viva y seca.


Llegó a Chile en 1874 y perteneció a la Compañía Sudamericana de Vapores. Durante la Guerra del Pacífico fue arrendado a la Armada, donde participó como transporte en campañas claves; Pisagua, Tacna, Arica, Mollendo, Lima y luego siguió en servicio como nave mercante de pasajeros y carga. A comienzos del siglo XX se le hicieron modificaciones: se le añadieron camarotes y superestructuras para mejorar el estándar de los pasajeros. Ese aumento de volumen sobre cubierta elevaría su centro de gravedad y reduciría la estabilidad, un dato técnico que años más tarde muchos asociarían al desastre.

El 28 de agosto de 1922, el Itata zarpó desde el puerto de Coquimbo rumbo a Antofagasta. Según las fuentes históricas llevaba entre 374 y más de 450 personas a bordo, entre pasajeros y tripulación, la mayoría familias pobres de la región que viajaban hacia las salitreras del norte en busca de trabajo.

Su carga incluía miles de sacos de cemento, cebada, fardos y animales vivos (corderos y vacunos), lo que aumentaba considerablemente el peso de la nave. Poco después de zarpar, frente a la costa de la actual comuna de La Higuera (sector de Punta de Choros / Los Choros) el buque enfrentó mar gruesa y fuerte viento sur. En cuestión de muy pocos minutos, la combinación de temporal y sobrecarga hizo lo suyo: el Itata perdió estabilidad, escoró bruscamente y se hundió. Las fuentes coinciden en una tragedia fulminante: más de 400 personas fallecidas, solo 26 sobrevivientes, que consiguieron llegar a playa Los Choros en un bote o aferrados a restos de la nave.

La memoria local de Los Choros conserva incluso el relato de una “luz milagrosa” que habría guiado a los sobrevivientes hacia la costa, interpretada como intervención de San José, patrono del pueblo.


Jaime Galté y el contacto con un naufrago del Itata

Sin embargo a varios kilómetros al sur del lugar de la tragedia, a la misma hora en que la primera ola azotaba la embarcación, Jaime Galté comenzaba a experimentar una de sus primeras y mas controversiales experiencias en la conexión con las almas de quiénes partieron antes. La escena de esta sesión y contacto se desarrolla en Valparaíso, el mismo 28 de agosto de 1922, y es versión más detallada del episodio está recogida por Francisco Gamboa Galté, familiar y biógrafo del médium, en la web dedicada a su vida.

Galté viajaba a Valparaíso por asuntos de trámite. En el tren entabló conversación con otro pasajero, quien quedó impresionado por un sueño premonitorio que el joven Jaime le relató sobre su propio padre. Ese acompañante, convencido de que estaba frente a un médium auténtico, lo persuadió de ir juntos a la Intendencia porteña para “poner a prueba” sus capacidades.

En la Intendencia lo recibieron en el despacho de la máxima autoridad provincial, junto a algunos funcionarios. Le pidieron que se sentara, que se concentrara, que pusiera “la mente en blanco”. Jaime aceptó. Según ese mismo relato, Galté contó que “súbitamente perdió el conocimiento”. Cuando volvió en sí, el intendente se paseaba agitado de un lado a otro y le dijo: “Mire lo que acaba de escribir en un papel”.

En la hoja, escrita con su propia mano pero con una letra que no reconocía como suya, se leía:

“Soy Froilán González. Soy una persona que acaba de morir en el hundimiento del vapor Itata.
Por favor vaya a mi casa del Cerro Barón.
En el segundo cajón de la cómoda que se encuentra en el dormitorio, encontrará una cajita en cuyo interior hay 200 pesos. Entréguele cien de ellos a mi madre y los otros cien a mi mujer”.

La reacción inmediata fue el escepticismo. El intendente comenzó a llamar a las autoridades marítimas y a la compañía naviera. Las respuestas, en ese mismo momento, eran tranquilizadoras:

El Itata navega normalmente frente a Coquimbo”.

Con esa información, la autoridad dio por desacertado el trance. Le ofreció la mano a Galté, lo despidió cortésmente y volvió a sus tareas. El joven médium bajó la escalinata de la Intendencia junto a su acompañante del tren. Minutos más tarde, al pasar frente a la sede del diario El Mercurio de Valparaíso, presenciaron la escena que haría célebre el episodio:

“Un empleado sacaba una pizarra y empezaba a escribir: Hace unos pocos minutos el barco Itata se hundió…”.

El mensaje recién escrito bajo trance se transformó así en comunicación inmediata con una víctima del naufragio, antes de que la noticia se diera oficialmente por la prensa y la naviera siguiera creyendo que la nave navegaba “con normalidad”.


Luego vino la comprobación. Según la misma fuente, quienes habían participado de la sesión corrieron a la empresa naviera para preguntar por el nombre del firmante. Allí confirmaron que Froilán González aparecía en la lista de tripulantes como ayudante de cocina del Itata. Posteriormente se dirigieron a la dirección indicada en Cerro Barón, en Valparaíso. En la casa, en el dormitorio señalado, en el segundo cajón de la cómoda, encontraron efectivamente una cajita con 200 pesos, que entregaron a la madre y a la esposa del fallecido, tal como pedía el escrito.

Con este encadenamiento de hechos (trance, mensaje, noticia en la pizarra, verificación del nombre en la tripulación y hallazgo del dinero) el caso del Itata se convirtió en la historia paradigmática de la mediumnidad de Jaime Galté. No es solo que “vio hundirse” el barco: según los relatos, fue contactado en el acto por uno de sus muertos, en el mismo día del naufragio y a cientos de kilómetros del lugar del desastre.

El propio texto biográfico donde se recoge el relato del trance inserta el episodio en el contexto de la catástrofe coquimbana:

 “El vapor Itata, con 400 pasajeros a bordo, en su mayoría familias que se dirigían al norte a probar suerte en la industria del salitre, zarpó ese día desde el puerto de Coquimbo.
Los escalofriantes relatos de los 26 sobrevivientes que lograron llegar hasta la playa de Los Choros y la localización de sus restos hoy son parte de un proyecto patrimonial desarrollado por un grupo de profesionales de la región”.

A cien años del naufragio, la región de Coquimbo ha levantado memoriales y proyectos de investigación arqueológica subacuática para documentar el pecio y rescatar la memoria de las víctimas.

En ese entramado de memoria local, familias, sobrevivientes, historias de luces milagrosas en Los Choros, investigaciones actuales, la figura de Galté se suma como un componente singular: un personaje de la historia nacional vinculado de manera directa a la tragedia más grande ocurrida frente a nuestras costas.